La puerta se abre con estrépito y mi madre de acogida me recibe con los brazos abiertos y me da la bienvenida a casa. Me dice que aquí estoy a salvo, pero no puedo creerla porque he aprendido que los adultos no son de fiar.
Mantengo las distancias y me rodeo el cuerpo con los brazos en una expresión externa de los muros que he construido para intentar mantenerme a salvo. Me enseña la casa y me explica cómo me mantendrá a salvo. Me da comida, una ducha caliente, ropa y zapatos nuevos. Se sienta conmigo y me peina suavemente para quitarme los piojos del pelo.
Ella me dice y me demuestra que soy valiosa a pesar de mis palabras y actos de ira. A veces intento alejarla, pero nunca se va. Me dice que Dios conoce mi nombre, que me quiere y que tiene un buen plan para mí. Durante el día, trabajo para aprender a escribir mi nombre o sumar pequeñas sumas. Participo en actividades artísticas y otras actividades terapéuticas mientras proceso mi trauma y mi dolor. Cada noche duermo en una cama caliente y cómoda; es la primera cama que tengo y me parece preciosa.
Cada día se cumplen las promesas, se liberan el dolor y el miedo, y empiezo a conocer por primera vez el amor incondicional y el sentido de pertenencia a una familia. Al principio, la tierra de mi corazón estaba seca y apelmazada, nada podía crecer allí, pero durante el tiempo que llevo aquí las semillas han empezado a echar raíces y comienzan a surgir tiernos brotes de fe y esperanza.