Me pregunto si los últimos gritos de su madre y el disparo aún resuenan en sus oídos mientras pasa del agente de policía al abogado, al asistente social y, finalmente, a mí. Son las dos de la madrugada y, en medio de toda la actividad en la escena del crimen, a nadie se le ocurre coger su manta ni algunos juguetes o ropa que le son familiares.
No tiene nada más que la ropa que lleva puesta. Sigue en modo crisis, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, los puños cerrados y el cuerpo regordete y rígido en alerta máxima. Su cuerpo permanece tenso mientras sus ojos se adaptan a la luz de la habitación. Le esperan un baño caliente, un pañal limpio y un pijama.
Con delicadeza, se le quita la ropa sucia para mostrarle los arañazos y cortes que tiene por todo el cuerpo. Se toman fotografías para documentar lo que oculta su ropa. Se le baña y se le viste. Está asustado y es difícil consolarlo. Se lamenta y solloza, a veces intentando recuperar el aliento. Lo acunan con fuerza y lo suben por las escaleras. En voz baja, le repito: "Aquí estás a salvo".